
La otra noche, al salir de mi oficina, me topé de nuevo con la maravillosa magia de la Luna llena, y sentí que su argentino resplandor apaciguaba mi corazón. El mundo brillaba, bañado por una luminosidad que transfiguraba los arbustos y las piedras del camino.
Una suave brisa me traía los aromas del campo y el sonido del canto de los pájaros. Comprendí que la creación nos brinda todo lo que necesitamos para sobrevivir: la luz del sol, el aire, el agua y los alimentos; pero que la luz de la Luna y de las estrellas son dones extraordinarios, como lo son también la música, los perfumes y los colores. ¿Quién los puso ahí, y con qué objeto? Es posible que el viento sea una necesidad, pero su canto entre las ramas de los pinos es algo muy distinto.
Estoy absolutamente convencida de que Dios atiende a nuestro espíritu a través de la belleza que adorna la creación. De hecho, esta forma de concebir los regalos extraordinarios que nos otorga la vida ha fortalecido mi fe en mayor medida que todos los sermones que he escuchado.
Cuando murió mi padre, fui a caminar por el campo tratando de escapar de la pena que sentía por la pérdida y por no haber llegado a su entierro. De pronto oí el canto de un ave que estaba encaramada en la punta de un sauce, junto al lago.
Alrededor de mí todo era música: el rumor de un arroyo que salpicaba las raíces de los arbustos, el susurro del viento entre las altas yerbas. Por doquier se percibía un estado de gracia cautivo en las cosas de la naturaleza.
Desde la profundidad de mi dolor accedí poco a poco a una suave aceptación, a la convicción de que, en la vida o en la muerte, Dios cuidará de nosotros. En aquel lugar pude reconocer la vida y la muerte, en las hojas verdes y en las pardas, en los árboles erguidos y en los caídos.
Todo lo que perciben nuestros ojos morirá algún día. Por eso, en el campo, rodeada de las cosas que Dios nos obsequió, comprendí que si hemos de aferrarnos a algo (en el dolor siempre necesitamos asirnos de algo) más vale que "ese" algo sea lo invisible. Para poder tener una fortaleza perdurable, debemos apoyarnos en la fe, y para poder imbuirnos de esperanza inmortal, debemos confiar, no en lo que percibimos, sino en las cosas invisibles que sólo el corazón conoce.
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