domingo

Cosa de suerte


Nuevamente hablaban sobre su accidente, era propicio  pues nos encontrábamos en el litoral, muy cerca del lugar donde había ocurrido. Era la enésima  vez que yo la escuchaba, y en cada ocasión, la historia tenia nuevos matices.

Esta vez alguien dijo que había tenido suerte al morir así. Ocurrió cuando daba un paseo una tarde luminosa, cayó del acantilado varios metros para abajo y,  ya en el fondo,  se quedó tendido inmóvil  boca arriba sobre la arena.

Nadie podría decir si sintió dolor, tampoco sabían si se mantuvo consciente todo el tiempo, sin embargo, sí lo estaba cuando lo encontró un muchacho de unos 12 años, que por esas cosas de la vida,  escapó de su casa hacia el acantilado luego de una fuerte discusión con su padre.

Habían transcurrido varias horas,  y el accidentado, al divisar al chico, con un hilo de voz le pidió  que sacara un teléfono celular del bolsillo  de su chaqueta que, antes de resbalar, había dejado doblada sobre una roca, y que marcara rápido a urgencias.

La ambulancia llegó pronto y  lo llevó al hospital,  horas más tarde, rodeado de sus hijos, como quien desea quedarse dormido, murió allí mismo.

Me quedé pensando en eso de la “suerte”, en que nadie puede decidir sobre ella, es algo que nos toca al azar sin importar la propia  voluntad.  En este caso, hablábamos de la suerte de morir así.

Personalmente no me parecía una buena manera, me  imaginaba al pobre veterano herido por horas, solitario, paralizado de dolor, rogando al Divino que alguien lo encontrara, que le dieran otra oportunidad para seguir su vida, sin embargo, luego de que lo rescataron terminó muriéndose en el hospital.

Esas ideas de sufrimiento me entristecieron, el tema sobre la muerte siempre me ha inquietado pues he visto morir a seres muy queridos, yo misma he estado muy cerca de ella.  Sentí que si fuera posible, si existiera una manera de comunicarse con el pobre occiso, seguramente diría que estaba de acuerdo conmigo.

Mientras cavilaba en estas cosas, un impulso me llevó a levantarme de la silla para dirigirme hacia los libros que descansaban próximos en ordenados anaqueles.  Alguien al verme exclamó: ¡Son sus libros!  Y recordé que el difunto había sido profesor de filosofía y letras, además era amante de la poesía y  hasta había editado un poemario de mucha calidad dedicado a su esposa.  
En otra visita al lugar  yo había tenido el gusto de leerlo.Lamenté no haberlo conocido en vida, seguramente nos hubiéramos entendido bien.
Pasé mi dedo índice por los lomos de los libros, y me detuve en uno pequeño amarillento, antiguo, cuyo título era: “Los Sueños” de Quevedo. Me llamó la atención y lo tomé inmediatamente, no lo conocía, de Quevedo sólo había leído poesía y alguno que otro cuento, siempre de intensidad satírica.

Lo abrí al azar y me encontré frente a la página 143.  Leí el encabezado: “La Hora de todos y la Fortuna con seso” Era un cuento, y pensé que  seguramente la sátira sería la tónica de éste. Me dispuse a leerlo haciendo caso omiso a la conversación que los demás continuaban animadamente en la terraza.

Lo leí de un tirón y a lo largo de la obra pude ver al autor censurando personajes, costumbres, grupos sociales, tipos y episodios concretos de su época, todo en un marco de irrealidad.  La historia se inscribía en el Olimpo, el mundo de los dioses, y el contexto irreal que iba creando, hasta le permitía burlarse de la propia mitología.

En la historia, Júpiter convoca a los dioses del Olimpo porque a él llegaron noticias de que los humanos se quejaban de su gobierno a causa de lo veleidoso de la suerte de los hombres. Por ello, Júpiter llama a la Fortuna para que informe sobre lo que está pasando. Todos los hombres serían cogidos “in fraganti” en sus ocupaciones para recordarles que el tiempo es pasajero y éste se tiene que aprovechar. La Fortuna entonces propone una solución mediante el recurso de ofrecer a los hombres una oportunidad frente a la queja, y lo hace revolviendo todo, pero irremediablemente al final, la vida vuelve a estar a como estaba al  inicio, y continúa su sino inexorable.

Al terminar el cuento leí un epígrafe de Quevedo, y que escribió de puño y letra el propietario del libro: “Para las enfermedades de la vida, solamente es medicina preservativa la buena muerte”.

Luego pasé a las siguientes páginas, y de improviso se deslizó a mis manos un trébol de cuatro hojas que hubieron conservado  entre ellas, quién sabe por cuánto tiempo, disecado como augurio y amuleto  de buena suerte.

¿Estos acontecimientos serían una respuesta? ¡Vaya  manera de recibirla!

Nunca lo sabré realmente, más me gusta creer que sí lo fue, que de alguna manera alguien o algo con un lenguaje codificado se había comunicado conmigo desde una desconocida dimensión para devolverme la alegría y la tranquilidad.

Yo creo en estas cosas y quiero interpretar que eso era lo que yo necesitaba, ¿por qué no? Siempre he pensado que nada pasa por casualidad, que todo tiene un sentido que no siempre logramos entender, y que para maravillarse de verdad, es necesario detenerse en las cosas extraordinarias que no necesitan ninguna explicación, y que mágicamente con suerte, logramos divisar.  


Sobra decir que el trébol de cuatro hojas lo concebí como un regalo que ahora guardo celosamente en las páginas de mi propio libro.

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