Sentido
común.
Mi adorada Teresa:
Te escribo esta carta después
de pensar todos los días en ti, y mis cavilaciones me han llevado a reconocer la
grandiosa mujer que eres. Ya me gustaría estar a tu lado en estas lejanas
tierras donde me encuentro, y donde sufro por tu ausencia cada noche fría y
solitaria.
Recordaba lo que me dijiste
cuando de tu lado partí la última vez: “Quien te cubre, te descubre”, y mucha razón
llevabas, buen ejemplo fuiste para tales decires porque sin dificultad dejaste
tu andadura de sencilla labradora manchega para convertirte en la mujer de un
gobernador de buena ínsula, y puedo asegurar que en ambas venturas te hubiste
lucido, aunque en la primera fuiste sin duda la mejor. Si te fuese quitado el
ropaje, cualquiera que sea, desnuda seguirías siendo entre las grandiosas, para
mí, la más brillante.
Porque sensata eres como la más letrada, aunque
no te hayas educado, y afortunado soy de tenerte como mi mujer, Dios me guarde
para servirte. Con tus pies bien puestos sobre la tierra, tus argumentos que a vuelo
de pájaro parecieren adolecer de enjundia, siempre fueron propicios en
cualquier ocasión, acorde tu cerebro con tu corazón y en armonía la razón y el
sentimiento. Como dijiste bien alguna vez: “Tal tiempo, tal tiento”, y lo dijiste
con la certidumbre que te caracteriza, al ver el poco juicio de este marido mentecato
que tienes.
Ante eso y más pudiste adaptarte a las
circunstancias con buen espíritu, uno sin lastre material y hallando la alegría
a pesar de todo, aunque siempre supiste valorar unos buenos ducados y unos sanos
jumentos, como lo haría cualquier mujer de respeto que pusiera en primer lugar
el bienestar de los suyos.
Tanto pensar en ti me ha llevado a comprender tu
horizonte, Teresa mía, un horizonte que no se
basa en promesas que pudieran no cumplirse, sino en un tiempo que ha de llegar
de cualquier modo, que ya está llegando, sabiendo reconocer la oportunidad y
agarrándola allí donde la hubiere, con una visión nacida de tu gran sentido
común, que de tan sensato, ha sido libre para contradecirse y así distanciarse
de cualquier litigio sobre linajes, escalas o asuntos sociales. Lo principal
para ti siempre fueron nuestros hijos y has luchado por ellos aun en la pobreza
y en mi ausencia. Tus palabras aquellas: “La mejor salsa del mundo es el
hambre, y como ésta no falta a los pobres, ellos siempre comen con gusto”
reflejan muy bien tu filosofía de vida, me enseñaste que son pocas nuestras
verdaderas necesidades, y cabeza de familia has sido cuando fue necesario y en
eso has basado toda empresa, aun mis propios desvaríos.
Como escudero de mi amo hidalgo
Don Quijote, he disfrutado de la libertad y de la ilusión, hasta de la locura,
desplegué las alas en búsqueda de aventuras y riesgos, escapé de la monotonía y
de la vida cotidiana, buenas experiencias he vivido y enseñanzas he adquirido,
pero la mayor lección es la que tú me has dado.
Bendito sea ese sentido común que
esgrimes y que es apenas perceptible para ti, pero no para mí, sobre todo ahora
que he aprendido muchas cosas y puedo mirarte claramente en la distancia, con los
ojos del alma. Y digo bendito, porque sólo esa manera tuya de enfrentarse a la vida
puede fraguar un futuro que, por ser seguro, valdrá la pena.
“La sangre se hereda y la
virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale”.
Ese es tu caso, Teresa adorada,
mujer sencilla pero sabia y discreta, y he de volver a ti algún día para
estarme a tu lado lo que me resta por vivir: Llevaré conmigo al rucio, el pobre
triste también te extraña, a nuestros campos manchegos donde todos juntos
haremos patria como Dios manda, ya sea en la riqueza o en la pobreza, apartados
de vagabundeos inciertos, dándole sentido a través de nuestro trabajo, al dolor
y al goce, al sufrimiento y a la alegría, a la vida y a la muerte misma, eternamente
juntos.
Amándote siempre, tu Sancho.
Marysol Salval
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