NO MÁS
de

No quiso hacerle daño.
Apenas
la vio entrar no controló el impulso. Su intención no era hacerle daño, pero
ella no lo perdonó, era comprensible ante semejante osadía. Se lo lanzó por el
aire con certera puntería, y ella no pudo esquivarlo. Golpeó en su boca con tanta
fuerza que los labios le ardieron toda la jornada. Los sintió hinchados y no
podía tocárselos para no evidenciarse. Se cubrió de vergüenza, ante eso no
existe el perdón. Después de todo, no se le lanza a una
monja en misa y frente a la vista de todos, un beso apasionado.
Blanco y negro.
Llegaron
a un tiempo a la entrada del refugio, ambos se sentían cansados y ateridos, la
noche había sido larga. Se miraron directo a los ojos, cada uno esperando la
reacción del otro pues no eran amigos. Uno blanco y el otro negro en difícil
conjugación, pero los tiempos no están para animosidades. Saben que si procuran
podrán ayudarse mutuamente, el tiempo y la convivencia borrarán las diferencias
y crearán lazos. Deciden vivir juntos en ley justa y
armónica. Compartieron el nido y el alimento desde ese día, un grajo y una paloma.
Sábanas anaranjadas.
Anoche
los escuché de nuevo. Siempre que pongo sábanas anaranjadas, el color los incita a
volver. Tiendo la cama con éstas y al día
siguiente aparecen revueltas, señal inequívoca de que estuvieron.
A mi madre no le gusta subir a la habitación del ático, sólo
pensar en ello, un cosquilleo le recorre el cuerpo, en cambio yo no tengo problemas, me
despiertan curiosidad. Sería muy interesante poder verlos retozando alguna vez, pero son
esquivos, sólo nos permiten oírlos.
Cuando llegamos a esta casa los vecinos contaron su historia, marido y mujer, los pobres depresivos se envenenaron, los
encontraron abrazados sobre esa cama.
Juro que lo vi.
Miré por la ventana. La primera en una esquina revisaba la basura ansiando encontrar comida, también vendibles; plásticos en una bolsa, vidrios en la otra. Al extremo la segunda, detenía el paso para alisar las medias nailon que resbalaban por sus piernas bajo la minifalda, luego seguía lento, andando de un lado a otro en espera de algún cliente. La tercera, a mitad de la calle, recogía su puesto de venta de dulces y cigarrillos, muy cansada tras la jornada. Tres mujeres de mediana edad, solitarias trabajando por sus hijos, a media noche y en una misma calle sin salida.
Marysol Salval
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